viernes, 26 de noviembre de 2021

Como Buni ha sobrevivido a la mordedura de una víbora -1ª parte

Cima de Peña Trevinca
El 13 de agosto pasado, muy cerca de la cima de Peña Trevinca, una víbora mordió a mi perra Buni. Estábamos a 2000 metros de altitud, ella, Chiqui (nuestro cachorrro que entonces tenía tres meses) y yo. Nadie más.

Dejó de ir delante de mí como es habitual, abriendo huella, se puso detrás, jadeó, me miró y cayó desfallecida. En el primer segundo, y no sé cómo, intuí que su vida peligraba y pensé —Hasta aquí hemos llegado. Han sido cinco años muy felices.
En el segundo, un poco más optimista, me dije que si salía de esta no volvería a ser la misma, que tal vez no podríamos volver al monte y pasarnos horas y horas subiendo y bajando, pero me daba igual. Fuera como fuera la vida que nos esperara nos adaptaríamos.

En el tercero, me puse manos a la obra. 
Estábamos en plena ola de calor y como Buni, en plan madre adoptiva, le dejaba su comida y bebida al cachorro, me pregunté si podía ser una deshidratación, pero pensé que no. La subida a Peña Trevinca desde A Ponte no escasea en agua durante los 4-5 primeros km, así que había tenido tiempo suficiente para hidratarse por fuera y por dentro. La segunda opción —antes de que detectara el orificio de entrada del colmillo— ya fue la mordedura de una víbora. Era la primera vez que lo veía en directo, pero supongo que intuí que era lo único posible.
Buni empezando a reanimarse

Pensé que el primer síntoma era ese, el desfallecimiento total a causa del dolor y casi seguro una bajada de tensión. Llevaba un botiquín de montaña pero en él no había Urbasón que ahora solo se dispensa con receta y yo no la había conseguido para aquella ascensión. Tampoco sé si hubiera hecho efecto. Del resto de cosas que tenía solo podía servir tal vez, tampoco estaba segura, una cosa: un gel de manzana de Scienceinsport obsequio de la bolsa del corredor de la 5k de Simancas. Le abrí la boca, le metí la mitad y un chorro de agua y funcionó. Dio un tirón, hizo unas cuantas contorsiones y consiguió sacarse el arnés por la cabeza. Me desequilibró así que yo caí al suelo entre las rocas y las ramas de brezo. Me levanté dolorida, sangrando levemente por la pantorrilla. La llamé, pero ni caso. Tampoco la veía.

Me dedico a la música clásica, así que fui deteniendo cada sonido que me impedía localizarla: el viento, primero, las ramas de los arbustos y de los árboles a lo lejos, algunos pájaros, el concierto sinfónico de insectos, los movimientos rápidos de algunos reptiles, incluyendo los de las serpientes. Todos los sonidos y ruiditos del mundo se fueron parando en mi oído hasta que lo oí: su respiración. Fui hacia ella y la encontré tumbada bajo el brezo y entre unas rocas.
Se había escapado para descansar o para morir, según como se pusieran las cosas. No le parecía lógico — no lo es en el reino animal— luchar cuando uno se encuentra tan mal.

Buni apoyada en mi pie, Chiqui y yo pendientes de ella.

Me arrodillé a su lado, como quien se sienta al lado de la cama de un enfermo terminal, y se lo dije:

—Buni, tenemos que salir de aquí. Es la única posibilidad de que pueda conseguir que vivas. Estamos casi sin agua, la temperatura va a subir a más de 40º, yo me quedaré sin fuerzas y el cachorrito puede morir. Tenemos que bajar sí o sí hasta el río, está a 1300 metros, nos quedan 600... Qué es eso para ti y para mí... Intenta hacer sola las rocas y luego te llevo en brazos, hago una camilla con la mochila y la ropa y te arrastro. ¡Lleguemos hasta el río, Buni!

Todos los que tenemos perros de montaña sabemos que no solo comprenden lo que decimos sino que distinguen los terrenos. Da igual si es que entienden las palabras, el tono, la idea... Captan el mensaje a la perfección. Se levantó, se subió a una roca como si quisiera medir la distancia, y bajó atrochando en la dirección del río. Nosotros dos la seguíamos detrás, yo preocupada por ella e impresionada por la destreza del cachorro, que había pasado en unos minutos de comportarse como un bebé que pedía toda mi atención a convertirse en un perro joven. Esa fue la primera vez que me di cuenta de que Chiqui iba a ser un perro excelente.

Llegamos al río y nos metimos los tres de cuerpo entero. Con el calor que hacía la ropa que chorreaba se secaría en cien metros. Allí nos quedamos un buen rato, esperando a que nos bajara la temperatura, a beber suficientemente para llegar al coche. Pero cuando fuimos a arrancar de nuevo, ella se desmayó otra vez, quedó inconsciente unos segundos, la reanimé y le metí a la fuerza todo lo que quedaba del gel y agua y ahí ya vi la marca del colmillo de la víbora en la pezuña de la pata derecha trasera. Era una marca ovalada del tamaño de casi dos milímetros de diámetro. Era la primera vez que lo veía en mi vida, una pequeña herida que no sangra pero que no coagula y ese es justamente el segundo síntoma del veneno de víbora. Solo veía un orificio de entrada, probablemente de una víbora hocicuda que son las típicas de esa parte de Galicia.

Se tumbó sobre mi pie, tal y como se ve en la foto que hice por si era la última vez que la tenía a mi lado con vida mientras Chiqui la vigilaba casi sin respirar.

Se fue recuperando y pudimos llegar a la zona que, a la ida, yo había denominado «las piscinas». Hicimos los kilómetros que nos faltaban caminando 5 minutos y parando 10 o 15. Avisé a mi familia porque, en el mejor de los casos, no llegaría al coche hasta las 18h y así fue. En total, para una bajada que habríamos hecho en 2h, necesitamos 6, entre el ritmo tan lento y las paradas reanimándola.

Buni refrescándose en «las piscinas»

Nos pusimos en camino para llegar, ya de noche, a Valladolid. A ella se la veía mejor, daba la sensación de que su vida no peligraba ya, iba tranquila, sin ganas de moverse pero con mejor aspecto. Estábamos en la provincia de Orense, así que me puse de camino pensando que si en el coche la veía peor me iría directamente al Hospital Veterinario de León, pero ella estaba tranquila. Paré a miedo camino para sacar un momento a Chiqui a hacer pis. 
Ella no tenía ganas de bajar o de ver el paisaje como suele hacer, pero cuando fui a cerrar la puerta me miró muy atenta, y pude percibir en sus ojos una gran diferencia con respecto a las horas anteriores: quería vivir. Aunque de forma serena y sin casi moverse, estaba luchando con toda su alma por vivir y quiso que yo lo supiera.
Llegamos a casa, la dejé descansar en mi cama mientras yo estuve en vela toda la noche y ya empecé con tratamientos naturales como darle friegas de vinagre diluida en agua y un comprimido de amoxicilina cada 8h que me había quedado de no sé qué tratamiento anterior. A las tres de la mañana se levantó buscando comida y se la di: macarrones con pollo todo cocido. Comía bien, respiraba bien, hacía sus necesidades bien, pero la pata y la mitad del lomo ya estaban poniéndose rojas y moradas, hinchándose el doble y el triple de su tamaño normal y tomando un aspecto extremadamente preocupante. El orificio de entrada del colmillo seguía sin coagular, y, como ella había ya descansado un poco, me fui para las urgencias del Hospital Arcas Reales de Valladolid. Le pusieron en vena la primera dosis de penicilina y me dieron un tratamiento que combinaba 3 tipos de penicilina + antinflamatorio y que tuvo que tomar 15 días. En el análisis de sangre, el riñón salió bien, pero ya tenía anemia (suponemos que por la falta de coagulación de la pata), los leucocitos altos y el hígado tocado. Complementé el tratamiento de la veterinaria con masajes con Trombocid, alcohol de romero, compresas de lavanda y una alimentación adecuada para no cargar el hígado, resolver la anemia y de paso fortalecerla. 
En esos días hizo cosas que nunca había hecho antes y que no ha vuelto a hacer después.
Un día me indicó con la pata que quería leche. Buni no es nada glotona, no come por comer. Me sorprendió pero le puse un vaso de leche en su comedero y se la bebió y quería más. Sí, ya sé que dicen que no es nada recomendable la leche para los perros. Pues me temo que para los perros con veneno de serpiente dentro de su cuerpo y un triple chute de antibióticos sí lo es. Durante esos días, llegó a beber 1l de leche diaria en varias tomas. 

También me di cuenta de que se esforzaba por comer más, como si quisiera reponer energías. Por mi parte me esforcé tanto o más que si fuera a participar en Masterchef perruno. Llegó a comer tres veces al día, siempre comida natural (pollo, pescado, hígado, pasta, arroz, verduras).

De carácter estaba huraña, cosa muy anormal en ella. No dejaba a nadie tocarla, salvo a mí para las friegas en la zona dañada, pero no quería caricias. Poco a poco, el tratamiento fue haciendo efecto y tras 20 días parecía que podíamos respirar tranquilos. (Continuará).